Desde el punto de vista de las tendencias más actuales de la teología cristiana, el problema de la presencia de otras religiones y el de la presencia de la naturaleza están, en cierto sentido, relacionados, pues en dichas perspectivas teológicas ambos problemas se refieren a realidades separadas de la gracia de la revelación cristiana. No es casualidad que K. Barth y sus seguidores se opongan tan obstinadamente, o al menos se muestren indiferentes, hacia una «teología de las religiones comparadas» y una «teología de la naturaleza». Al ensanchar los horizontes del hombre para abarcar otras formas de revelación debería incluirse así mismo a la naturaleza, ya que desde el punto de vista metafísico ella es también una revelación de Al-lâh que transmite su propio mensaje espiritual y que posee sus propios métodos espirituales (1). Extrañamente, el hombre moderno se enfrenta al mismo tiempo a ambos problemas. Necesita desesperadamente una nueva visión de la naturaleza y de su propia relación con ella para poder sobrevivir, incluso físicamente. Del mismo modo, precisa obtener una comprensión más profunda de las otras religiones para comprenderse mejor a sí mismo, por no hablar de conocer mejor otras colectividades humanas distintas de la suya propia.
En el Islam, la clave necesaria para la solución de ambos problemas ha de buscarse en el sufismo. En el capítulo anterior, nuestra tarea consistía en aplicar las enseñanzas del sufismo al problema que le plantea al Islam la presencia de otras religiones. En el presente ensayo estas mismas enseñanzas han de ser aplicadas a la cuestión de la conquista de la naturaleza, que ha tomado un carácter muy urgente en occidente y también en el Japón, pero que, al menos por el momento, no ha conseguido atraer la atención de la mayor parte de la intelligentsia musulmana, aunque también para ella se convertirá pronto en una cuestión crucial (2). Para examinar este problema ha parecido oportuno tratar de las ciencias orientales en general más que únicamente de la ciencia islámica, dado que en la cuestión de la relación del hombre con la naturaleza hay una profunda armonía entre estas ciencias (3), y también porque la crisis provocada en este campo por la civilización moderna tiene repercusiones de una amplitud mundial.
Es interesante ver cómo la voz de unos cuantos hombres clarividentes de hace sólo una generación hoy se ha convertido en la voz de guerra de muchas personas que son lo suficientemente inteligentes para percibir los efectos catastróficos a que puede dar lugar para toda la humanidad la prosecución de los caminos seguidos por la civilización occidental en su tratamiento de la naturaleza durante los últimos cuatro o cinco siglos. Si durante los pasados años unas pocas voces solitarias advirtieron de los peligros a los que conducirían la expansión material indefinida y el llamado «desarrollo» o «progreso», hoy en día un gran número de personas se dan cuenta de que la meta de la «conquista de la naturaleza» que parecía el objetivo más obvio de la civilización moderna, no puede proseguirse por más tiempo. El éxito mismo del hombre moderno en la conquista de la naturaleza se ha convertido en un peligro importante. Todos los problemas causados por la actitud unilateral del hombre moderno desde la superpoblación y la polución en masa hasta el descenso de la calidad de la vida humana y la amenaza de su destrucción real, han hecho al menos que las personas capaces de reflexionar se detuvieran un momento y examinaran las premisas en las que se basan la ciencia moderna y sus aplicaciones. De una manera u otra, algo ha ido mal en la aplicación de una ciencia que representa ser un conocimiento objetivo de la naturaleza desligado de toda consideración espiritual y metafísica. La aplicación de tal ciencia parece contribuir a la destrucción de su propio objeto. La naturaleza parece clamar que el conocimiento derivado de ella mediante las técnicas de la moderna ciencia occidental y aplicado de nuevo a ella mediante la tecnología deja a un lado todo un aspecto de su realidad, sin el cual no podría sobrevivir como el todo armonioso y completo que de hecho es. Considerando la gravedad de la situación, debemos abordar ahora este problema crucial —el de las limitaciones de la ciencia occidental y sus aplicaciones sin fin que pretenden «conquistar la naturaleza»— aprovechando las enseñanzas sapienciales de las tradiciones de oriente o lo que en este ensayo podemos llamar la «ciencia oriental» (4).
Antes que cualquier otra cosa es esencial aclarar qué se entiende por ciencia oriental. Para nuestro propósito aquí significa las ciencias de las grandes tradiciones de Asia, especialmente la china, la japonesa, la india y la islámica. Por extensión, este término podría abarcar otras ciencias tradicionales, pero aquí es suficiente limitarnos a los casos anteriormente citados. Aunque están lejos de ser idénticas, dichas ciencias comparten un principio fundamental, que es considerar las ciencias de la naturaleza a la luz de los principios metafísicos o, desde otro punto de vista, estudiar la naturaleza como un ámbito que está «contenido y abrazado» por un mundo suprasensible que es inmensamente mayor que él. Debido a este principio básico y a muchos otros rasgos que están directa o indirectamente relacionados con él, se puede hablar claramente de la ciencia oriental como de un cuerpo de conocimientos que contiene una visión precisa de las cosas, en contraste con la ciencia occidental tal como se ha desarrollado desde el Renacimiento y tal como se ha extendido a otros continentes durante el siglo actual.
Además, en este ensayo emplearemos deliberadamente el término «ciencia» más bien que, digamos, el de «filosofía» o «religión», precisamente porque en el presente estudio se considera una ciencia de la naturaleza que es afín en su objeto, aunque no en su método y punto de vista, a la «ciencia» como comúnmente se la entiende en el habla occidental. Durante décadas se ha contrastado la espiritualidad oriental, en formas como el sufismo y el vedanta, con la ciencia occidental, y se ha descrito cómo cada una de ellas obtenía éxitos y daba frutos a su manera. Se ha dicho más de una vez, especialmente por parte de orientales modernos, que oriente debe aprender la ciencia de occidente y que occidente no necesita aprender geología o botánica de oriente pero, como han concedido incluso algunos occidentales, puede sacar provecho de un conocimiento de la religión y espiritualidad orientales.
Podemos ser los primeros en admitir que occidente necesita aprender metafísica y las doctrinas sapienciales tradicionales de oriente si quiere preservar y reavivar algo de su propio patrimonio espiritual. Ésta es una realidad evidentísima que cualquier estudio en profundidad de las religiones comparadas y del estado actual de la mentalidad occidental revelaría.
Muchos han viajado a tierras orientales, especialmente a las que han preservado hasta hoy su patrimonio espiritual, el Japón, la India y el mundo islámico, precisamente por esta razón.
Son menos, sin embargo, las personas que comprenden que incluso con respecto a las ciencias de la naturaleza, oriente tiene algo extremadamente precioso que ofrecer al mundo moderno. Por citar unos pocos ejemplos, la filosofía de la naturaleza y la física islámicas, la alquimia hindú, la medicina japonesa o china, o incluso, podríamos añadir, la geomancia —cuya práctica, conocida como Fung Shui, todavía tiene vigencia en China— tienen algo que decir sobre la situación que ha creado la aplicación de la ciencia moderna en la forma de la crisis ecológica que hoy tanto tememos.
Las ciencias orientales, que los escasos historiadores de la ciencia especializados en este campo, deberían hacer más accesibles y dar a conocer mejor, tuvieron siempre buenos resultados justamente por lo que a los modernos les parecen sus fracasos. Por otra parte, la ciencia moderna en cierto sentido se está abocando al fracaso, debido precisamente a su propio éxito —sobre todo por la alianza con la tecnología y el espíritu de conquista de la naturaleza—. Ante este grave dilema, el mundo moderno necesita no sólo la espiritualidad y la metafísica oriental, que evidentemente son la esencia y la base fundamental de todas las tradiciones orientales y contienen los principios de todas las ciencias tradicionales, sino también la influencia curativa de la concepción del mundo contenida en las ciencias de la naturaleza orientales.
Hasta ahora, el lector culto encontraba poco menos que imposible considerar seriamente la concepción del mundo implícita en las ciencias orientales, y éste es aún el caso en la mayoría de los círculos «intelectuales» de occidente. La ciencia occidental ha «avanzado», cualquiera que sea el sentido en que definamos este ambiguo término, negando todas las otras posibles ciencias de la naturaleza. Su carácter monolítico y monopolístico ha sido parte de la imagen que se ha formado de sí misma, aunque ninguna lógica podría negar la posibilidad de otras formas legítimas de ciencia. El orgullo que ha acompañado al particular tipo de actividad mental denominado «ciencia moderna» es tal que relega al campo de la «pseudo‑ciencia» todo lo que no sea conforme a su concepto de la verdadera ciencia. Esta es la razón por la que hoy en día tantas cosas excluidas de la visión científica oficial de occidente están emergiendo bajo la forma de ciencias ocultas, contra cuya aparición la ciencia moderna no tiene poder en absoluto. El carácter totalitario de la ciencia moderna ha engañado a la inmensa mayoría de los hombres que aceptan su punto de vista de una manera incondicional, haciéndoles negar la posibilidad de cualquier otra forma de conocimiento serio, con el resultado de que el interés en cualquier otra cosa que no sea la «ciencia oficial» normalmente se manifiesta con la forma de un ocultismo truncado y mutilado. Por citar las palabras de uno de los poquísimos occidentales que comprenden el significado real de las tradiciones orientales y sus ciencias: «Es el hombre quien se ha dejado engañar por los descubrimientos e inventos de una ciencia falsamente totalitaria, es decir, de una ciencia que no reconoce sus propios límites y por esta misma razón no puede abordar nada que esté fuera de sus límites» (5).
Los términos de «ciencia» y «pseudo‑ciencia» merecen un examen más detenido. Una ciencia tradicional de los metales y los minerales como la alquimia, o bien una ciencia tradicional de la geografía sagrada o la geomancia, es denominada pseudo‑ciencia en el habla moderna sin que nadie se moleste a examinar los principios que hay detrás de ella. Por ejemplo, es innegable que al aplicar lo que hoy en día se llama ciencia a la ejecución de diferentes proyectos de ingeniería o arquitectura, el hombre moderno produce a menudo monstruosidades de fealdad, mientras que aplicando las llamadas «pseudociencias» de la geografia sagrada y la geomancia, los chinos, los japoneses, los persas y los árabes han construido algunos de los más bellos edificios, jardines y paisajes urbanos imaginables. Lo mismo sería válido para las aplicaciones de la química y la alquimia respectivamente.
Ante los frutos de estos dos tipos de ciencia —uno de los cuales es honrado con el nombre de «ciencia verdadera» y el otro denigrado con el de «pseudo‑ciencia»— el hombre siente instintivamente que hay un aspecto de la naturaleza que la llamada pseudo‑ciencia, tal como ha existido en las civilizaciones tradicionales y no en las deformaciones que de ella aparecen hoy en occidente, toma en consideración y que la ciencia moderna oficial ha permitido que se descuidase. Es el elemento cualitativo y espiritual de la naturaleza que constituye la fuente de la belleza reflejada en los jardines persas o japoneses y en las obras de carácter similar basadas en las ciencias orientales; y es precisamente dicho elemento el que falta en las creaciones de la ciencia moderna. Por lo demás, este elemento cualitativo está presente en la misma naturaleza y con toda certeza está ausente en los frutos de la tecnología moderna. Podría, pues, concluirse que el elemento cualitativo, reflejado en la belleza y la armonía que se observa en la naturaleza, es un aspecto ontológico de ésta que ninguna ciencia de la naturaleza puede dejar a un lado salvo a su propio riesgo. Es también por la presencia de este factor de complejidad perteneciente a la cadena o comunidad de vida sobre esta tierra que es el origen de la fuerza y supervivencia de esta comunidad, incluso desde un punto de vista biológico. Por el contrario, debido a la falta de este elemento cualitativo y espiritual, la misma complejidad de la tecnología es de un orden bien distinto, y a resultas de esto se está convirtiendo cada vez más en una fuente de peligro y debilidad para la sociedad tecnológica.
Los que hablan de la fusión de las ciencias de oriente y de occidente deben saber que tal cosa ciertamente no ha ocurrido aún en nuestros días (6). Ni podrá ocurrir mientras la actitud de la ciencia moderna siga siendo la que es. Dicha fusión, de hecho, sólo podría ocurrir si la ciencia moderna se aviniese a dejar de lado su punto de vista monopolístico, de forma que se pudiese desarrollar una ciencia que abarcase los elementos cualitativos y espirituales de la naturaleza así como el aspecto cuantitativo de las cosas. Una ciencia tal debería basarse necesariamente en una doctrina metafísica y cosmológica que percibiera la relatividad de lo relativo, y comprendiera que todo el plano material de la realidad no es sino una mota de polvo ante los mundos suprasensibles y supraformales que lo envuelven. También debería combinarse necesariamente con una actitud de contemplación hacia la naturaleza más bien que con el deseo de dominación y conquista. Este deseo es sin duda un resultado directo del hecho de que, a pesar de toda su ciencia de la realidad que le rodea, el hombre sigue siendo totalmente ignorante de ciertos aspectos básicos de esta realidad.
La importancia de la ciencia oriental para los problemas contemporáneos originados por las aplicaciones de la ciencia occidental en campos muy diversos puede ilustrarse a través del problema de la unicidad y la interrelación entre las cosas. Este simple principio, que yace en el corazón de toda la doctrina sufí, arrojará luz sobre la naturaleza de la propia ciencia oriental, cuyo contenido ni siquiera podemos empezar a analizar aquí. Hasta ahora, la ciencia moderna ha triunfado en gran parte dando la espalda a la interrelación de las diversas partes de la naturaleza y aislando cada segmento de ella a fin de poder analizarlo y disecarlo por separado. Idealmente, según la física newtoniana, al estudiar un cuerpo que cae sólo podemos calcular las fuerzas gravitatorias que actúan sobre él conociendo la masa y la distancia de todas las partículas de materia del universo material. Pero, dado que es imposible, sólo consideramos ' la tierra como centro de atracción y nos olvidamos de las demás partes del universo material. Como resultado de ello podemos llegar a una cifra precisa aplicando las leyes de Newton al caso simplificado en cuestión. No hay duda de que algo se ha ganado con este método; pero también es verdad que algo muy fundamental se ha perdido y descuidado, a saber, la verdad básica de que la simple caída del cuerpo está relacionada con todas las partículas del universo a través de una fuerza que Platón llamaría eros y Ibn Siná ‘ishq (7).
En otro tiempo, la pérdida de este aspecto de la relación entre las cosas era considerado trivial comparado con los beneficios que aportaba la precisión matemática. Pero ahora que la aplicación de esta ciencia parcial de la naturaleza ha destruido tanto de la propia naturaleza y nos amenaza con calamidades mucho peores, y desde que, además, los ecólogos han descubierto que todo el entorno natural es un conjunto extraordinariamente complejo pero armonioso en el que nada funciona sino es en conexión con las demás partes, se ve claro cuán catastrófico es verdaderamente este tipo de omisión. Sólo ahora, después de todo el daño causado, comprendemos que para sobrevivir debemos poner un freno a la indiscriminada destrucción de nuestro medio ambiente natural y al despilfarro de los recursos que proveen a nuestras necesidades; debemos afrontar el hecho de que nuestras necesidades y las fuentes que pueden satisfacerlas están interrelacionadas con las otras partes de la naturaleza, animadas e inanimadas, de un modo que las actuales ciencias de la naturaleza no han podido captar plenamente debido a las limitaciones que se han autoimpuesto.
En occidente, un poeta como John Donne pudo escribir hace cuatro siglos en uno de sus poemas devocionales: «Ningún hombre es una isla entera en sí; todo hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra firme; si el mar arrebata un terrón, Europa se empequeñece.» Aunque aquí Donne se está refiriendo a la humanidad, su visión ciertamente no excluía a la creación entera de la que el hombre es una parte. En una época posterior, poetas románticos como Wordsworth podían describir la conciencia del espíritu infuso en todas las formas de la naturaleza y por el cual se integran estas formas, conciencia que conduce al hombre a un sentido de lo Infinito como muestran los versos siguientes:
... un sentido sublime de algo mucho más profundamente entrefundido, cuya morada es la luz de soles ponientes, y el océano redondo y el aire vivo, y el cielo azul, y en la mente del hombre; un movimiento y un espíritu que impele todas las cosas pensantes, todos los objetos de todo pensamiento, y se arremolina a través de todas las cosas
(Líneas compuestas unas pocas millas más arriba de la Abadía de Tintern)
Tales opiniones fueron consideradas por la ciencia occidental oficial como simples imágenes poéticas que no tenían nada que ver con la «ciencia», y lo mismo ocurría con las manifestaciones de otros poetas románticos como Shelley y Novalis, quienes escribieron sobre el aspecto espiritual de la naturaleza y la interrelación de sus partes; ¡sólo ahora comprenden los ecólogos cuán científicas eran esas declaraciones poéticas! Pero ni entonces ni hoy podía establecerse una firme base intelectual para las opiniones expresadas poéticamente por Donne, Wordsworth y otros (8), debido a la falta de un conocimiento metafísico apropiado por parte de los científicos modernos y la ausencia de una tradición sapiencial viva que pudiera dar un soporte intelectual a esa poesía. En consecuencia, a través de esos canales no puede descubrirse ningún medio para transformar la ciencia occidental de un modo lo bastante fundamental para permitirle considerar seriamente este sentido de la interrelación entre las cosas, el cual también significa necesariamente los diversos planos de la existencia.
Para descubrir una visión del mundo en la que el principio de la interrelación de las cosas desempeñe un papel central debemos volvernos hacia las ciencias orientales. Las ciencias tradicionales de la naturaleza existen con el propósito expreso de hacer conocer, más bien que velar, la unicidad de la naturaleza, que deriva directamente de la unidad del Principio divino, tal y como han declarado todos los maestros de la gnosis islámica (9). En el caso de las ciencias islámicas, el sentido de la unidad impregna todas las cosas y todas las formas de conocimiento, al ser la unidad (al‑tawhîd) el eje central alrededor del cual todo gira en la concepción islámica del mundo. También en el hinduismo, las diversas ciencias tradicionales contenidas en los darshânas, aunque exteriormente son independientes, se basan en la interrelación de todas las cosas y representan diversas etapas en el desarrollo del conocimiento. En cuanto a las tradiciones china y japonesa, también en ellas las «diez mil cosas» están relacionadas y pertenecen de hecho a un todo, de modo que toda ciencia de la naturaleza refleja de un modo u otro el cielo y la tierra y, a través de ellos, la unidad que transciende esta polaridad. Sêng‑Chao, un antiguo sabio chino, dijo en una ocasión: «El cielo, la tierra y yo tenemos la misma raíz., las diez mil cosas y yo somos de una misma substancia.» La intuición de la unidad de las raíces de las cosas, que refleja el principio metafísico de la «unidad transcendente del Ser», constituye la matriz de las ciencias orientales de la naturaleza.
En lo que concierne a las civilizaciones tradicionales y a sus ciencias, el Islam ocupa una posición especial por su papel de intermediario entre las tradiciones orientales y occidente. Del mismo modo que, geográficamente, el Islam cubre la zona media del mundo, intelectual y espiritualmente ocupa una posición a medio camino entre el clima mental de occidente y el clima intelectual de la India y del lejano oriente. La referencia que hace el Corán al pueblo islámico como «pueblo del centro» alude, entre otras cosas, a esta verdad.
Las ciencias islámicas, que fueron ávidamente cultivadas durante siete siglos, desde el siglo tres (nueve) al diez (dieciséis), e incluso más tarde, están profundamente relacionadas por una parte con la ciencia occidental en su fase medieval y renacentista y, por otra, con las ciencias de la India y la China. De hecho, la ciencia islámica ha estado relacionada históricamente con dichas ciencias tanto en su génesis como en su desarrollo posterior. El Islam creó una ciencia que debe ser considerada como ciencia, sea cual sea el sentido que demos a este término, una ciencia sin la cual la de occidente no hubiera podido desarrollarse, aunque la moderna ciencia occidental acabara adoptando un punto de vista completamente distinto. Al mismo tiempo, la ciencia islámica no dio origen a una ciencia secular independiente de una visión espiritual del universo. Guardó cuidadosamente las proporciones entre las cosas, dando a lo espiritual y a lo material lo que les correspondía y teniendo siempre presente en su espíritu la jerarquía del ser y del conocimiento, por lo cual se mantuvo la integración de las ciencias de la naturaleza en una sabiduría que transciende todo pensamiento discursivo. Además, muchos de los principales científicos musulmanes eran sufíes, gnósticos (‘ârifs), teósofos, y filósofos tradicionales (hâkims) que siempre desarrollaron las ciencias discursivas y analíticas en el seno de la visión contemplativa de la naturaleza (10). Desde Ibn Sînâ a Nasîr al‑Dîn Tûsî y Qutb al‑Dîn Shîrâzî, todos los cuales fueron grandes científicos y filósofos místicos, encontramos figuras sobresalientes de la historia de la ciencia que al mismo tiempo eran hombres de visión espiritual y que se hubiesen sentido perfectamente a gusto en presencia de los sabios contemplativos de China, Japón y la India.
El Islam desarrolló en su seno diferentes escuelas intelectuales, jerárquicamente ordenadas, las cuales cubren un amplio espacio intelectual que va desde el sufismo, semejante en sus doctrinas y métodos a las puras doctrinas sapienciales de las tradiciones india, china y japonesa, hasta la escuela peripatética, que está próxima a la principal tradición filosófica de la Europa medieval, de la que surgió —si bien debido a una comprensión errónea— la moderna filosofía racionalista. Asimismo, debido a la posición central que la doctrina de la unidad ocupa en el Islam, el principio de la unicidad de la naturaleza sobre el que reposan las ciencias orientales es subrayado con notable persistencia en la ciencia islámica, que lo presenta en un estilo tanto racional como intuitivo. Por lo tanto, quizá es más accesible, para las mentes educadas según esquemas de pensamiento occidentales, que las perspectivas puramente metafísicas y suprarracionales ofrecidas normalmente por las obras de los sabios de la India y el Lejano Oriente. Pero esto es sólo una cuestión de método expositivo y de medios de acceso a la verdad pura. Como ya hemos dicho, las ciencias orientales están esencialmente unificadas en su visión de la naturaleza y en los principios de la ciencia basados en esta visión.
Para volver a la necesidad de dirigirse a la ciencia oriental a fin de ayudar a resolver la crisis en que se ha sumido la ciencia occidental, debemos afirmar que la toma de conciencia, por parte de los ecologistas modernos, de que debe estudiarse todo el medio ambiente como una unidad compleja en la que todo está interrelacionado, sólo puede ser completa si también abarca los planos psicológico y espiritual de la realidad y, por tanto, en último término, la Fuente de todo cuanto existe. Por supuesto, está bien comprender que los objetos inanimados están relacionados con los animados y que todas la partes de este mundo corpóreo están interrelacionadas; pero el principio metafísico de la relación mutua entre los estados del ser, según el cual todo estado inferior del ser toma su realidad del estado que está por encima de él, del cual es inseparable, debe ser recordado a cada paso y nunca puede negarse o anularse. Si la esfera terrestre ha caído en el peligro del desorden y el caos, es debido precisamente a que durante varios siglos el hombre occidental ha intentado vivir como un ser puramente terrenal, y ha tratado de desgajar su mundo terreno de cualquier otra realidad que lo transcendiera., La profanación de la naturaleza con su pretendida conquista y el desarrollo de una ciencia de la naturaleza puramente secular no hubiera sido posible de otro modo.
Siendo esto así, no es posible corregir este desorden en el ámbito natural sin erradicar su causa, que no es otra que el intento de considerar el estado de existencia terrenal aisladamente de todo cuanto lo transciende. Las actuales consideraciones ecológicas pueden superar algunas de las barreras que han creado los estudios separativos y compartímentalizados sobre la naturaleza, pero no pueden resolver los problemas más profundos que involucran al hombre mismo, porque es precisamente el hombre el que ha perturbado el equilibrio ecológico mediante factores de carácter no biológico. La rebelión espiritual del hombre contra el cielo ha contaminado la tierra, y ninguna tentativa de rectificar la situación creada sobre la tierra puede tener pleno éxito sin que la rebelión contra el cielo llegue a su fin. Porque la luz del cielo proyectada sobre la tierra a través de la presencia de sabios y hombres contemplativos que viven dentro del marco de las auténticas tradiciones religiosas de la humanidad es lo único que preserva la armonía y la belleza de la naturaleza y de hecho mantiene el equilibrio cósmico. Hasta que no se comprenda esta verdad, todos los intentos de restablecer la paz con la naturaleza terminarán en el fracaso, aunque puedan tener algún éxito parcial impidiendo que una tragedia en particular se produzca aquí o allá.
Una vez más, sólo la ciencia oriental, basada en principios metafísicos, puede restablecer la armonía entre el hombre y la tierra, al establecer en primer lugar la armonía entre el hombre y el cielo y, de este modo, transformar la actitud ambiciosa y ávida del hombre hacia la naturaleza, que es la base de la explotación temeraria de los recursos naturales, en una actitud combinada y fundamentada en la contemplación y en la compasión. Sólo la tradición puede convertir al hombre, saqueador de la tierra, en «representante de Al-lâh en la tierra» (khalîfat Allâh fl'l‑ard), por usar la terminología islámica (11).
Si se preguntase qué hay que hacer a nivel práctico en el contexto actual podría responderse que, en el plano del conocimiento, debe buscarse una ciencia superior de la naturaleza en la que puedan integrarse las ciencias de la naturaleza cuantitativas. Esto, a su vez, sólo puede conseguirse mediante el conocimiento de los principios metafísicos indispensables sobre los que están basadas en último término estas ciencias. En el plano de la acción, ello significaría ante todo actuar siempre según la verdad, de acuerdo con el principio religioso, cualquiera que sea la situación en la que uno se halle. La pregunta, planteada a menudo con desesperación, de si la actividad tiene todavía algún sentido, no podría tener mejor respuesta que las palabras de F. Schuon: “A esto hay que responder que una afirmación de la verdad, o cualquier esfuerzo en pro de la verdad, nunca es en vano, incluso si no podemos medir de antemano el valor o el resultado de dicha actividad. Además, no tenemos otra elección. Una vez que conocemos la verdad, necesariamente debemos vivir en ella y luchar por ella, pero lo que debemos evitar a toda costa es complacernos en ilusiones. Aun si en este momento el horizonte parece lo más obscuro posible, no debemos olvidar que en un futuro quizás inevitablemente lejano la victoria será nuestra y no puede ser sino nuestra. La verdad, por su misma naturaleza, vence todos los obstáculos: Vincit omnia Veritas” (12).
En lo que respecta a la naturaleza, aquellos que comprenden el sufismo, o de modo más general, la metafísica y las ciencias orientales de la naturaleza, tienen como deber y misión en relación con la verdad continuar exponiendo su conocimiento, amar la naturaleza y contemplar sus formas sin fin como teofanías de la Omniposibilidad divina. Esta actitud sería la mayor caridad para con el mundo, porque evidenciaría de una forma concreta ante el hombre moderno la posibilidad de otra actitud ante la naturaleza, actitud que necesita desesperadamente para poder sobrevivir aún físicamente. Los hombres de culturas como la islámica, en la que los poetas sufíes, especialmente los de lengua persa, han cantado durante siglos las bellezas de la naturaleza como reflejos de las bellezas del paraíso en el que el ser del hombre se refresca y se renueva, tienen una vocación especial en los tiempos actuales. Lo mismo puede decirse de los japoneses, cuyos notables dones artísticos, combinados con la más profunda comprensión de la naturaleza, han creado lo que se podría describir como ecos del mundo angélico en medio de las formas de la naturaleza terrenal; los artistas japoneses casi lograron llevar literalmente el paraíso a la tierra. Todos aquellos a los que les ha sido concedida esta comprensión deben permanecer fieles a sí mismos y preservar las ciencias tradicionales de la naturaleza y los principios metafísicos que tan preciosos son para el futuro de sus propias culturas. También deben dar a conocer bien estas enseñanzas a todo el mundo, para que otros que las están buscando puedan sacar provecho de ellas. En esta cuestión vital, como en tantas otras, las culturas tradicionales de oriente pueden rendir el mayor servicio al mundo permaneciendo ante todo fieles, más que nunca, a sus propios principios. Y en esta tarea tienen la garantía del éxito final, pues se basan en la verdad, y como el Corán ha dicho; «La verdad ha llegado y la falsedad se ha desvanecido. La falsedad siempre está condenada a desaparecer» (XVII, 8 l).
Notas
(1). «La naturaleza totalmente intacta tiene en sí misma el carácter de un santuario, y así la consideran la mayoría de los pueblos nómadas y seminómadas, particularmente los indios pieles rojas... Para los hindúes, el bosque es la morada natural de los sabios y hallamos una valoración similar del aspecto sagrado de la naturaleza en todas las tradiciones que tienen, aun indirectamente, un carácter primordial y mitológico.» F. Schuon, Spiritual Perspeclives and Human Facis, p. 46.
(2). Por desgracia, una de las peores características de esta época es que la gente espera a caer en la trampa para tratar de salir de ella. Cuando se habla de la urgencia del problema ecológico y de la necesidad de una mayor previsión en la planificación industrial y económica a los musulmanes más modernizados, especialmente a los responsables de llevar a cabo esos programas, la respuesta estereotipada es que debemos esperar hasta que alcancemos el nivel económico de occidente y entonces pensaremos sobre estos problemas. A esto se puede contestar simplemente que entonces será demasiado tarde para hacer nada eficaz.
(3). Hemos tratado más extensamente sobre este problema en The Encounter of Man and Nature: the Spiritual Crisis of Modern Man. Sobre la concepción sufí de la naturaleza, véase S.H. Nasr, Science and Civilization in Islam, capitulo 13; Nasr, Islamic Studies, capitulo 13; y T. Burckhardt, Clé spirituelle de l’astrologie musulmane, Paris 1950.
(4). Aunque, por supuesto, hay muchas escuelas científicas diferentes en cada una de las tradiciones orientales, sus enseñanzas sobre la significación espiritual de la naturaleza y la relación del hombre con ella son lo bastante próximas como para permitirnos utilizar este término; no se trata de pasar por alto la diversidad dentro de las propias tradiciones orientales.
(5). F. Schuon, «No Activity without Truth», Studies in Comparative Religion, 1969, p. 196.
(6). Véase AK Coomaraswamy «Gradation. Evolution, and Reincarnation, en The Bugbear of Literacy, Londres 1949, p. 122‑30.
(7). Sobre la atracción entre partículas materiales que es conocida como amor o 'ishq. véase lbn Sînâ (Avicena), Risâlah fil’l’ishq, trad. por E.L. Fackenheim, Medieval Studies. vol. 7, 1945, p. 208‑28; y Nasr, An Introduction to Islamic Cosmological Doctrines, p. 261‑2
(8). En cambio, versos sufíes como la famosa frase de Sa’di: «Estoy enamorado de todo el universo porque viene de Él», están apoyados por principios metafísicos rigurosos que hacen de estos poemas no solo bellas expresiones poéticas, sino también explicaciones de la Verdad revestidas de imágenes poéticas.
(9). Véase S.H. Nasr. An Introduction to Islamic Cosmological Doctrines, p. 4 ss.
(10). Hemos tratado por extenso de este problema en nuestro Science and Civilization in Islam.
(11). Véase S,H. Nasr, «Who is Man: the Perennial Answer of Islam», en Man and his World, Toronto 1968. p. 61‑8, también en Studies in Comparative Religion, 1968. p. 45‑56.
(12). F. Schuon. «No Activity without Truth», p. 203.
En el Islam, la clave necesaria para la solución de ambos problemas ha de buscarse en el sufismo. En el capítulo anterior, nuestra tarea consistía en aplicar las enseñanzas del sufismo al problema que le plantea al Islam la presencia de otras religiones. En el presente ensayo estas mismas enseñanzas han de ser aplicadas a la cuestión de la conquista de la naturaleza, que ha tomado un carácter muy urgente en occidente y también en el Japón, pero que, al menos por el momento, no ha conseguido atraer la atención de la mayor parte de la intelligentsia musulmana, aunque también para ella se convertirá pronto en una cuestión crucial (2). Para examinar este problema ha parecido oportuno tratar de las ciencias orientales en general más que únicamente de la ciencia islámica, dado que en la cuestión de la relación del hombre con la naturaleza hay una profunda armonía entre estas ciencias (3), y también porque la crisis provocada en este campo por la civilización moderna tiene repercusiones de una amplitud mundial.
Es interesante ver cómo la voz de unos cuantos hombres clarividentes de hace sólo una generación hoy se ha convertido en la voz de guerra de muchas personas que son lo suficientemente inteligentes para percibir los efectos catastróficos a que puede dar lugar para toda la humanidad la prosecución de los caminos seguidos por la civilización occidental en su tratamiento de la naturaleza durante los últimos cuatro o cinco siglos. Si durante los pasados años unas pocas voces solitarias advirtieron de los peligros a los que conducirían la expansión material indefinida y el llamado «desarrollo» o «progreso», hoy en día un gran número de personas se dan cuenta de que la meta de la «conquista de la naturaleza» que parecía el objetivo más obvio de la civilización moderna, no puede proseguirse por más tiempo. El éxito mismo del hombre moderno en la conquista de la naturaleza se ha convertido en un peligro importante. Todos los problemas causados por la actitud unilateral del hombre moderno desde la superpoblación y la polución en masa hasta el descenso de la calidad de la vida humana y la amenaza de su destrucción real, han hecho al menos que las personas capaces de reflexionar se detuvieran un momento y examinaran las premisas en las que se basan la ciencia moderna y sus aplicaciones. De una manera u otra, algo ha ido mal en la aplicación de una ciencia que representa ser un conocimiento objetivo de la naturaleza desligado de toda consideración espiritual y metafísica. La aplicación de tal ciencia parece contribuir a la destrucción de su propio objeto. La naturaleza parece clamar que el conocimiento derivado de ella mediante las técnicas de la moderna ciencia occidental y aplicado de nuevo a ella mediante la tecnología deja a un lado todo un aspecto de su realidad, sin el cual no podría sobrevivir como el todo armonioso y completo que de hecho es. Considerando la gravedad de la situación, debemos abordar ahora este problema crucial —el de las limitaciones de la ciencia occidental y sus aplicaciones sin fin que pretenden «conquistar la naturaleza»— aprovechando las enseñanzas sapienciales de las tradiciones de oriente o lo que en este ensayo podemos llamar la «ciencia oriental» (4).
Antes que cualquier otra cosa es esencial aclarar qué se entiende por ciencia oriental. Para nuestro propósito aquí significa las ciencias de las grandes tradiciones de Asia, especialmente la china, la japonesa, la india y la islámica. Por extensión, este término podría abarcar otras ciencias tradicionales, pero aquí es suficiente limitarnos a los casos anteriormente citados. Aunque están lejos de ser idénticas, dichas ciencias comparten un principio fundamental, que es considerar las ciencias de la naturaleza a la luz de los principios metafísicos o, desde otro punto de vista, estudiar la naturaleza como un ámbito que está «contenido y abrazado» por un mundo suprasensible que es inmensamente mayor que él. Debido a este principio básico y a muchos otros rasgos que están directa o indirectamente relacionados con él, se puede hablar claramente de la ciencia oriental como de un cuerpo de conocimientos que contiene una visión precisa de las cosas, en contraste con la ciencia occidental tal como se ha desarrollado desde el Renacimiento y tal como se ha extendido a otros continentes durante el siglo actual.
Además, en este ensayo emplearemos deliberadamente el término «ciencia» más bien que, digamos, el de «filosofía» o «religión», precisamente porque en el presente estudio se considera una ciencia de la naturaleza que es afín en su objeto, aunque no en su método y punto de vista, a la «ciencia» como comúnmente se la entiende en el habla occidental. Durante décadas se ha contrastado la espiritualidad oriental, en formas como el sufismo y el vedanta, con la ciencia occidental, y se ha descrito cómo cada una de ellas obtenía éxitos y daba frutos a su manera. Se ha dicho más de una vez, especialmente por parte de orientales modernos, que oriente debe aprender la ciencia de occidente y que occidente no necesita aprender geología o botánica de oriente pero, como han concedido incluso algunos occidentales, puede sacar provecho de un conocimiento de la religión y espiritualidad orientales.
Podemos ser los primeros en admitir que occidente necesita aprender metafísica y las doctrinas sapienciales tradicionales de oriente si quiere preservar y reavivar algo de su propio patrimonio espiritual. Ésta es una realidad evidentísima que cualquier estudio en profundidad de las religiones comparadas y del estado actual de la mentalidad occidental revelaría.
Muchos han viajado a tierras orientales, especialmente a las que han preservado hasta hoy su patrimonio espiritual, el Japón, la India y el mundo islámico, precisamente por esta razón.
Son menos, sin embargo, las personas que comprenden que incluso con respecto a las ciencias de la naturaleza, oriente tiene algo extremadamente precioso que ofrecer al mundo moderno. Por citar unos pocos ejemplos, la filosofía de la naturaleza y la física islámicas, la alquimia hindú, la medicina japonesa o china, o incluso, podríamos añadir, la geomancia —cuya práctica, conocida como Fung Shui, todavía tiene vigencia en China— tienen algo que decir sobre la situación que ha creado la aplicación de la ciencia moderna en la forma de la crisis ecológica que hoy tanto tememos.
Las ciencias orientales, que los escasos historiadores de la ciencia especializados en este campo, deberían hacer más accesibles y dar a conocer mejor, tuvieron siempre buenos resultados justamente por lo que a los modernos les parecen sus fracasos. Por otra parte, la ciencia moderna en cierto sentido se está abocando al fracaso, debido precisamente a su propio éxito —sobre todo por la alianza con la tecnología y el espíritu de conquista de la naturaleza—. Ante este grave dilema, el mundo moderno necesita no sólo la espiritualidad y la metafísica oriental, que evidentemente son la esencia y la base fundamental de todas las tradiciones orientales y contienen los principios de todas las ciencias tradicionales, sino también la influencia curativa de la concepción del mundo contenida en las ciencias de la naturaleza orientales.
Hasta ahora, el lector culto encontraba poco menos que imposible considerar seriamente la concepción del mundo implícita en las ciencias orientales, y éste es aún el caso en la mayoría de los círculos «intelectuales» de occidente. La ciencia occidental ha «avanzado», cualquiera que sea el sentido en que definamos este ambiguo término, negando todas las otras posibles ciencias de la naturaleza. Su carácter monolítico y monopolístico ha sido parte de la imagen que se ha formado de sí misma, aunque ninguna lógica podría negar la posibilidad de otras formas legítimas de ciencia. El orgullo que ha acompañado al particular tipo de actividad mental denominado «ciencia moderna» es tal que relega al campo de la «pseudo‑ciencia» todo lo que no sea conforme a su concepto de la verdadera ciencia. Esta es la razón por la que hoy en día tantas cosas excluidas de la visión científica oficial de occidente están emergiendo bajo la forma de ciencias ocultas, contra cuya aparición la ciencia moderna no tiene poder en absoluto. El carácter totalitario de la ciencia moderna ha engañado a la inmensa mayoría de los hombres que aceptan su punto de vista de una manera incondicional, haciéndoles negar la posibilidad de cualquier otra forma de conocimiento serio, con el resultado de que el interés en cualquier otra cosa que no sea la «ciencia oficial» normalmente se manifiesta con la forma de un ocultismo truncado y mutilado. Por citar las palabras de uno de los poquísimos occidentales que comprenden el significado real de las tradiciones orientales y sus ciencias: «Es el hombre quien se ha dejado engañar por los descubrimientos e inventos de una ciencia falsamente totalitaria, es decir, de una ciencia que no reconoce sus propios límites y por esta misma razón no puede abordar nada que esté fuera de sus límites» (5).
Los términos de «ciencia» y «pseudo‑ciencia» merecen un examen más detenido. Una ciencia tradicional de los metales y los minerales como la alquimia, o bien una ciencia tradicional de la geografía sagrada o la geomancia, es denominada pseudo‑ciencia en el habla moderna sin que nadie se moleste a examinar los principios que hay detrás de ella. Por ejemplo, es innegable que al aplicar lo que hoy en día se llama ciencia a la ejecución de diferentes proyectos de ingeniería o arquitectura, el hombre moderno produce a menudo monstruosidades de fealdad, mientras que aplicando las llamadas «pseudociencias» de la geografia sagrada y la geomancia, los chinos, los japoneses, los persas y los árabes han construido algunos de los más bellos edificios, jardines y paisajes urbanos imaginables. Lo mismo sería válido para las aplicaciones de la química y la alquimia respectivamente.
Ante los frutos de estos dos tipos de ciencia —uno de los cuales es honrado con el nombre de «ciencia verdadera» y el otro denigrado con el de «pseudo‑ciencia»— el hombre siente instintivamente que hay un aspecto de la naturaleza que la llamada pseudo‑ciencia, tal como ha existido en las civilizaciones tradicionales y no en las deformaciones que de ella aparecen hoy en occidente, toma en consideración y que la ciencia moderna oficial ha permitido que se descuidase. Es el elemento cualitativo y espiritual de la naturaleza que constituye la fuente de la belleza reflejada en los jardines persas o japoneses y en las obras de carácter similar basadas en las ciencias orientales; y es precisamente dicho elemento el que falta en las creaciones de la ciencia moderna. Por lo demás, este elemento cualitativo está presente en la misma naturaleza y con toda certeza está ausente en los frutos de la tecnología moderna. Podría, pues, concluirse que el elemento cualitativo, reflejado en la belleza y la armonía que se observa en la naturaleza, es un aspecto ontológico de ésta que ninguna ciencia de la naturaleza puede dejar a un lado salvo a su propio riesgo. Es también por la presencia de este factor de complejidad perteneciente a la cadena o comunidad de vida sobre esta tierra que es el origen de la fuerza y supervivencia de esta comunidad, incluso desde un punto de vista biológico. Por el contrario, debido a la falta de este elemento cualitativo y espiritual, la misma complejidad de la tecnología es de un orden bien distinto, y a resultas de esto se está convirtiendo cada vez más en una fuente de peligro y debilidad para la sociedad tecnológica.
Los que hablan de la fusión de las ciencias de oriente y de occidente deben saber que tal cosa ciertamente no ha ocurrido aún en nuestros días (6). Ni podrá ocurrir mientras la actitud de la ciencia moderna siga siendo la que es. Dicha fusión, de hecho, sólo podría ocurrir si la ciencia moderna se aviniese a dejar de lado su punto de vista monopolístico, de forma que se pudiese desarrollar una ciencia que abarcase los elementos cualitativos y espirituales de la naturaleza así como el aspecto cuantitativo de las cosas. Una ciencia tal debería basarse necesariamente en una doctrina metafísica y cosmológica que percibiera la relatividad de lo relativo, y comprendiera que todo el plano material de la realidad no es sino una mota de polvo ante los mundos suprasensibles y supraformales que lo envuelven. También debería combinarse necesariamente con una actitud de contemplación hacia la naturaleza más bien que con el deseo de dominación y conquista. Este deseo es sin duda un resultado directo del hecho de que, a pesar de toda su ciencia de la realidad que le rodea, el hombre sigue siendo totalmente ignorante de ciertos aspectos básicos de esta realidad.
La importancia de la ciencia oriental para los problemas contemporáneos originados por las aplicaciones de la ciencia occidental en campos muy diversos puede ilustrarse a través del problema de la unicidad y la interrelación entre las cosas. Este simple principio, que yace en el corazón de toda la doctrina sufí, arrojará luz sobre la naturaleza de la propia ciencia oriental, cuyo contenido ni siquiera podemos empezar a analizar aquí. Hasta ahora, la ciencia moderna ha triunfado en gran parte dando la espalda a la interrelación de las diversas partes de la naturaleza y aislando cada segmento de ella a fin de poder analizarlo y disecarlo por separado. Idealmente, según la física newtoniana, al estudiar un cuerpo que cae sólo podemos calcular las fuerzas gravitatorias que actúan sobre él conociendo la masa y la distancia de todas las partículas de materia del universo material. Pero, dado que es imposible, sólo consideramos ' la tierra como centro de atracción y nos olvidamos de las demás partes del universo material. Como resultado de ello podemos llegar a una cifra precisa aplicando las leyes de Newton al caso simplificado en cuestión. No hay duda de que algo se ha ganado con este método; pero también es verdad que algo muy fundamental se ha perdido y descuidado, a saber, la verdad básica de que la simple caída del cuerpo está relacionada con todas las partículas del universo a través de una fuerza que Platón llamaría eros y Ibn Siná ‘ishq (7).
En otro tiempo, la pérdida de este aspecto de la relación entre las cosas era considerado trivial comparado con los beneficios que aportaba la precisión matemática. Pero ahora que la aplicación de esta ciencia parcial de la naturaleza ha destruido tanto de la propia naturaleza y nos amenaza con calamidades mucho peores, y desde que, además, los ecólogos han descubierto que todo el entorno natural es un conjunto extraordinariamente complejo pero armonioso en el que nada funciona sino es en conexión con las demás partes, se ve claro cuán catastrófico es verdaderamente este tipo de omisión. Sólo ahora, después de todo el daño causado, comprendemos que para sobrevivir debemos poner un freno a la indiscriminada destrucción de nuestro medio ambiente natural y al despilfarro de los recursos que proveen a nuestras necesidades; debemos afrontar el hecho de que nuestras necesidades y las fuentes que pueden satisfacerlas están interrelacionadas con las otras partes de la naturaleza, animadas e inanimadas, de un modo que las actuales ciencias de la naturaleza no han podido captar plenamente debido a las limitaciones que se han autoimpuesto.
En occidente, un poeta como John Donne pudo escribir hace cuatro siglos en uno de sus poemas devocionales: «Ningún hombre es una isla entera en sí; todo hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra firme; si el mar arrebata un terrón, Europa se empequeñece.» Aunque aquí Donne se está refiriendo a la humanidad, su visión ciertamente no excluía a la creación entera de la que el hombre es una parte. En una época posterior, poetas románticos como Wordsworth podían describir la conciencia del espíritu infuso en todas las formas de la naturaleza y por el cual se integran estas formas, conciencia que conduce al hombre a un sentido de lo Infinito como muestran los versos siguientes:
... un sentido sublime de algo mucho más profundamente entrefundido, cuya morada es la luz de soles ponientes, y el océano redondo y el aire vivo, y el cielo azul, y en la mente del hombre; un movimiento y un espíritu que impele todas las cosas pensantes, todos los objetos de todo pensamiento, y se arremolina a través de todas las cosas
(Líneas compuestas unas pocas millas más arriba de la Abadía de Tintern)
Tales opiniones fueron consideradas por la ciencia occidental oficial como simples imágenes poéticas que no tenían nada que ver con la «ciencia», y lo mismo ocurría con las manifestaciones de otros poetas románticos como Shelley y Novalis, quienes escribieron sobre el aspecto espiritual de la naturaleza y la interrelación de sus partes; ¡sólo ahora comprenden los ecólogos cuán científicas eran esas declaraciones poéticas! Pero ni entonces ni hoy podía establecerse una firme base intelectual para las opiniones expresadas poéticamente por Donne, Wordsworth y otros (8), debido a la falta de un conocimiento metafísico apropiado por parte de los científicos modernos y la ausencia de una tradición sapiencial viva que pudiera dar un soporte intelectual a esa poesía. En consecuencia, a través de esos canales no puede descubrirse ningún medio para transformar la ciencia occidental de un modo lo bastante fundamental para permitirle considerar seriamente este sentido de la interrelación entre las cosas, el cual también significa necesariamente los diversos planos de la existencia.
Para descubrir una visión del mundo en la que el principio de la interrelación de las cosas desempeñe un papel central debemos volvernos hacia las ciencias orientales. Las ciencias tradicionales de la naturaleza existen con el propósito expreso de hacer conocer, más bien que velar, la unicidad de la naturaleza, que deriva directamente de la unidad del Principio divino, tal y como han declarado todos los maestros de la gnosis islámica (9). En el caso de las ciencias islámicas, el sentido de la unidad impregna todas las cosas y todas las formas de conocimiento, al ser la unidad (al‑tawhîd) el eje central alrededor del cual todo gira en la concepción islámica del mundo. También en el hinduismo, las diversas ciencias tradicionales contenidas en los darshânas, aunque exteriormente son independientes, se basan en la interrelación de todas las cosas y representan diversas etapas en el desarrollo del conocimiento. En cuanto a las tradiciones china y japonesa, también en ellas las «diez mil cosas» están relacionadas y pertenecen de hecho a un todo, de modo que toda ciencia de la naturaleza refleja de un modo u otro el cielo y la tierra y, a través de ellos, la unidad que transciende esta polaridad. Sêng‑Chao, un antiguo sabio chino, dijo en una ocasión: «El cielo, la tierra y yo tenemos la misma raíz., las diez mil cosas y yo somos de una misma substancia.» La intuición de la unidad de las raíces de las cosas, que refleja el principio metafísico de la «unidad transcendente del Ser», constituye la matriz de las ciencias orientales de la naturaleza.
En lo que concierne a las civilizaciones tradicionales y a sus ciencias, el Islam ocupa una posición especial por su papel de intermediario entre las tradiciones orientales y occidente. Del mismo modo que, geográficamente, el Islam cubre la zona media del mundo, intelectual y espiritualmente ocupa una posición a medio camino entre el clima mental de occidente y el clima intelectual de la India y del lejano oriente. La referencia que hace el Corán al pueblo islámico como «pueblo del centro» alude, entre otras cosas, a esta verdad.
Las ciencias islámicas, que fueron ávidamente cultivadas durante siete siglos, desde el siglo tres (nueve) al diez (dieciséis), e incluso más tarde, están profundamente relacionadas por una parte con la ciencia occidental en su fase medieval y renacentista y, por otra, con las ciencias de la India y la China. De hecho, la ciencia islámica ha estado relacionada históricamente con dichas ciencias tanto en su génesis como en su desarrollo posterior. El Islam creó una ciencia que debe ser considerada como ciencia, sea cual sea el sentido que demos a este término, una ciencia sin la cual la de occidente no hubiera podido desarrollarse, aunque la moderna ciencia occidental acabara adoptando un punto de vista completamente distinto. Al mismo tiempo, la ciencia islámica no dio origen a una ciencia secular independiente de una visión espiritual del universo. Guardó cuidadosamente las proporciones entre las cosas, dando a lo espiritual y a lo material lo que les correspondía y teniendo siempre presente en su espíritu la jerarquía del ser y del conocimiento, por lo cual se mantuvo la integración de las ciencias de la naturaleza en una sabiduría que transciende todo pensamiento discursivo. Además, muchos de los principales científicos musulmanes eran sufíes, gnósticos (‘ârifs), teósofos, y filósofos tradicionales (hâkims) que siempre desarrollaron las ciencias discursivas y analíticas en el seno de la visión contemplativa de la naturaleza (10). Desde Ibn Sînâ a Nasîr al‑Dîn Tûsî y Qutb al‑Dîn Shîrâzî, todos los cuales fueron grandes científicos y filósofos místicos, encontramos figuras sobresalientes de la historia de la ciencia que al mismo tiempo eran hombres de visión espiritual y que se hubiesen sentido perfectamente a gusto en presencia de los sabios contemplativos de China, Japón y la India.
El Islam desarrolló en su seno diferentes escuelas intelectuales, jerárquicamente ordenadas, las cuales cubren un amplio espacio intelectual que va desde el sufismo, semejante en sus doctrinas y métodos a las puras doctrinas sapienciales de las tradiciones india, china y japonesa, hasta la escuela peripatética, que está próxima a la principal tradición filosófica de la Europa medieval, de la que surgió —si bien debido a una comprensión errónea— la moderna filosofía racionalista. Asimismo, debido a la posición central que la doctrina de la unidad ocupa en el Islam, el principio de la unicidad de la naturaleza sobre el que reposan las ciencias orientales es subrayado con notable persistencia en la ciencia islámica, que lo presenta en un estilo tanto racional como intuitivo. Por lo tanto, quizá es más accesible, para las mentes educadas según esquemas de pensamiento occidentales, que las perspectivas puramente metafísicas y suprarracionales ofrecidas normalmente por las obras de los sabios de la India y el Lejano Oriente. Pero esto es sólo una cuestión de método expositivo y de medios de acceso a la verdad pura. Como ya hemos dicho, las ciencias orientales están esencialmente unificadas en su visión de la naturaleza y en los principios de la ciencia basados en esta visión.
Para volver a la necesidad de dirigirse a la ciencia oriental a fin de ayudar a resolver la crisis en que se ha sumido la ciencia occidental, debemos afirmar que la toma de conciencia, por parte de los ecologistas modernos, de que debe estudiarse todo el medio ambiente como una unidad compleja en la que todo está interrelacionado, sólo puede ser completa si también abarca los planos psicológico y espiritual de la realidad y, por tanto, en último término, la Fuente de todo cuanto existe. Por supuesto, está bien comprender que los objetos inanimados están relacionados con los animados y que todas la partes de este mundo corpóreo están interrelacionadas; pero el principio metafísico de la relación mutua entre los estados del ser, según el cual todo estado inferior del ser toma su realidad del estado que está por encima de él, del cual es inseparable, debe ser recordado a cada paso y nunca puede negarse o anularse. Si la esfera terrestre ha caído en el peligro del desorden y el caos, es debido precisamente a que durante varios siglos el hombre occidental ha intentado vivir como un ser puramente terrenal, y ha tratado de desgajar su mundo terreno de cualquier otra realidad que lo transcendiera., La profanación de la naturaleza con su pretendida conquista y el desarrollo de una ciencia de la naturaleza puramente secular no hubiera sido posible de otro modo.
Siendo esto así, no es posible corregir este desorden en el ámbito natural sin erradicar su causa, que no es otra que el intento de considerar el estado de existencia terrenal aisladamente de todo cuanto lo transciende. Las actuales consideraciones ecológicas pueden superar algunas de las barreras que han creado los estudios separativos y compartímentalizados sobre la naturaleza, pero no pueden resolver los problemas más profundos que involucran al hombre mismo, porque es precisamente el hombre el que ha perturbado el equilibrio ecológico mediante factores de carácter no biológico. La rebelión espiritual del hombre contra el cielo ha contaminado la tierra, y ninguna tentativa de rectificar la situación creada sobre la tierra puede tener pleno éxito sin que la rebelión contra el cielo llegue a su fin. Porque la luz del cielo proyectada sobre la tierra a través de la presencia de sabios y hombres contemplativos que viven dentro del marco de las auténticas tradiciones religiosas de la humanidad es lo único que preserva la armonía y la belleza de la naturaleza y de hecho mantiene el equilibrio cósmico. Hasta que no se comprenda esta verdad, todos los intentos de restablecer la paz con la naturaleza terminarán en el fracaso, aunque puedan tener algún éxito parcial impidiendo que una tragedia en particular se produzca aquí o allá.
Una vez más, sólo la ciencia oriental, basada en principios metafísicos, puede restablecer la armonía entre el hombre y la tierra, al establecer en primer lugar la armonía entre el hombre y el cielo y, de este modo, transformar la actitud ambiciosa y ávida del hombre hacia la naturaleza, que es la base de la explotación temeraria de los recursos naturales, en una actitud combinada y fundamentada en la contemplación y en la compasión. Sólo la tradición puede convertir al hombre, saqueador de la tierra, en «representante de Al-lâh en la tierra» (khalîfat Allâh fl'l‑ard), por usar la terminología islámica (11).
Si se preguntase qué hay que hacer a nivel práctico en el contexto actual podría responderse que, en el plano del conocimiento, debe buscarse una ciencia superior de la naturaleza en la que puedan integrarse las ciencias de la naturaleza cuantitativas. Esto, a su vez, sólo puede conseguirse mediante el conocimiento de los principios metafísicos indispensables sobre los que están basadas en último término estas ciencias. En el plano de la acción, ello significaría ante todo actuar siempre según la verdad, de acuerdo con el principio religioso, cualquiera que sea la situación en la que uno se halle. La pregunta, planteada a menudo con desesperación, de si la actividad tiene todavía algún sentido, no podría tener mejor respuesta que las palabras de F. Schuon: “A esto hay que responder que una afirmación de la verdad, o cualquier esfuerzo en pro de la verdad, nunca es en vano, incluso si no podemos medir de antemano el valor o el resultado de dicha actividad. Además, no tenemos otra elección. Una vez que conocemos la verdad, necesariamente debemos vivir en ella y luchar por ella, pero lo que debemos evitar a toda costa es complacernos en ilusiones. Aun si en este momento el horizonte parece lo más obscuro posible, no debemos olvidar que en un futuro quizás inevitablemente lejano la victoria será nuestra y no puede ser sino nuestra. La verdad, por su misma naturaleza, vence todos los obstáculos: Vincit omnia Veritas” (12).
En lo que respecta a la naturaleza, aquellos que comprenden el sufismo, o de modo más general, la metafísica y las ciencias orientales de la naturaleza, tienen como deber y misión en relación con la verdad continuar exponiendo su conocimiento, amar la naturaleza y contemplar sus formas sin fin como teofanías de la Omniposibilidad divina. Esta actitud sería la mayor caridad para con el mundo, porque evidenciaría de una forma concreta ante el hombre moderno la posibilidad de otra actitud ante la naturaleza, actitud que necesita desesperadamente para poder sobrevivir aún físicamente. Los hombres de culturas como la islámica, en la que los poetas sufíes, especialmente los de lengua persa, han cantado durante siglos las bellezas de la naturaleza como reflejos de las bellezas del paraíso en el que el ser del hombre se refresca y se renueva, tienen una vocación especial en los tiempos actuales. Lo mismo puede decirse de los japoneses, cuyos notables dones artísticos, combinados con la más profunda comprensión de la naturaleza, han creado lo que se podría describir como ecos del mundo angélico en medio de las formas de la naturaleza terrenal; los artistas japoneses casi lograron llevar literalmente el paraíso a la tierra. Todos aquellos a los que les ha sido concedida esta comprensión deben permanecer fieles a sí mismos y preservar las ciencias tradicionales de la naturaleza y los principios metafísicos que tan preciosos son para el futuro de sus propias culturas. También deben dar a conocer bien estas enseñanzas a todo el mundo, para que otros que las están buscando puedan sacar provecho de ellas. En esta cuestión vital, como en tantas otras, las culturas tradicionales de oriente pueden rendir el mayor servicio al mundo permaneciendo ante todo fieles, más que nunca, a sus propios principios. Y en esta tarea tienen la garantía del éxito final, pues se basan en la verdad, y como el Corán ha dicho; «La verdad ha llegado y la falsedad se ha desvanecido. La falsedad siempre está condenada a desaparecer» (XVII, 8 l).
Notas
(1). «La naturaleza totalmente intacta tiene en sí misma el carácter de un santuario, y así la consideran la mayoría de los pueblos nómadas y seminómadas, particularmente los indios pieles rojas... Para los hindúes, el bosque es la morada natural de los sabios y hallamos una valoración similar del aspecto sagrado de la naturaleza en todas las tradiciones que tienen, aun indirectamente, un carácter primordial y mitológico.» F. Schuon, Spiritual Perspeclives and Human Facis, p. 46.
(2). Por desgracia, una de las peores características de esta época es que la gente espera a caer en la trampa para tratar de salir de ella. Cuando se habla de la urgencia del problema ecológico y de la necesidad de una mayor previsión en la planificación industrial y económica a los musulmanes más modernizados, especialmente a los responsables de llevar a cabo esos programas, la respuesta estereotipada es que debemos esperar hasta que alcancemos el nivel económico de occidente y entonces pensaremos sobre estos problemas. A esto se puede contestar simplemente que entonces será demasiado tarde para hacer nada eficaz.
(3). Hemos tratado más extensamente sobre este problema en The Encounter of Man and Nature: the Spiritual Crisis of Modern Man. Sobre la concepción sufí de la naturaleza, véase S.H. Nasr, Science and Civilization in Islam, capitulo 13; Nasr, Islamic Studies, capitulo 13; y T. Burckhardt, Clé spirituelle de l’astrologie musulmane, Paris 1950.
(4). Aunque, por supuesto, hay muchas escuelas científicas diferentes en cada una de las tradiciones orientales, sus enseñanzas sobre la significación espiritual de la naturaleza y la relación del hombre con ella son lo bastante próximas como para permitirnos utilizar este término; no se trata de pasar por alto la diversidad dentro de las propias tradiciones orientales.
(5). F. Schuon, «No Activity without Truth», Studies in Comparative Religion, 1969, p. 196.
(6). Véase AK Coomaraswamy «Gradation. Evolution, and Reincarnation, en The Bugbear of Literacy, Londres 1949, p. 122‑30.
(7). Sobre la atracción entre partículas materiales que es conocida como amor o 'ishq. véase lbn Sînâ (Avicena), Risâlah fil’l’ishq, trad. por E.L. Fackenheim, Medieval Studies. vol. 7, 1945, p. 208‑28; y Nasr, An Introduction to Islamic Cosmological Doctrines, p. 261‑2
(8). En cambio, versos sufíes como la famosa frase de Sa’di: «Estoy enamorado de todo el universo porque viene de Él», están apoyados por principios metafísicos rigurosos que hacen de estos poemas no solo bellas expresiones poéticas, sino también explicaciones de la Verdad revestidas de imágenes poéticas.
(9). Véase S.H. Nasr. An Introduction to Islamic Cosmological Doctrines, p. 4 ss.
(10). Hemos tratado por extenso de este problema en nuestro Science and Civilization in Islam.
(11). Véase S,H. Nasr, «Who is Man: the Perennial Answer of Islam», en Man and his World, Toronto 1968. p. 61‑8, también en Studies in Comparative Religion, 1968. p. 45‑56.
(12). F. Schuon. «No Activity without Truth», p. 203.