sábado, 11 de octubre de 2008

Logos: Heidegger y Heráclito

He incluido en la web del Centro el fascinante ensayo de Heidegger, “Logos”, que contiene su interpretación del fragmento 50 de Heráclito, usualmente traducido como:
Si se atiende a la Verdad (Logos), y no a mí, sabio será reconocer que todo es uno
Heidegger descarta todas las interpretaciones académicas así como las del “sano sentido común” que no son sino malinterpretaciones, e intenta re-pensar lo pensado por Heráclito. Este artículo no sólo es fundamental desde una perspectiva filosófica, sino también para comprender en qué sentido un psicólogo profundo como Giegerich hablará de la vida lógica del alma, donde lógica tiene que ver con el logos de Heráclito.
Las palabras “lógica”, “logia”, “legado”, “lección”, “lectura”, “ligar”, “diálogo” (al igual que el sufijo “logía”, como en “psicología", “biología”, “cosmología”, etc.) son otras tantas expresiones que en nuestro idioma remiten al logos, que suele traducirse (inadecuadamente) por “razón”, “verdad”, “ley”, “lenguaje”, “estudio”.
En este ensayo, entre otras cosas, Heidegger apunta:

La sentencia de Heráclito parece comprensible desde todos los puntos de vista. Sin embargo, aquí todo sigue siendo cuestionable. Lo más cuestionable de todo es lo más evidente, a saber, nuestra presuposición de que, para nosotros, los que hemos venido después, para la inteligencia de la que nos servimos todos los días, lo que Heráclito dice tiene, de un modo inmediato, que resultar evidente. Es esto una exigencia que, presumiblemente, no se ha cumplido ni siquiera para los contemporáneos de Heráclito, como tampoco se ha cumplido para sus compañeros de viaje.
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¿Qué puede hacer la Lógica, logiké (episteme), del tipo que sea, si no empezamos nunca prestando atención al Logos y yendo tras su esencia inicial?
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Expresión y significado se toman desde hace tiempo como los fenómenos que, de un modo incuestionable, presentan los rasgos del lenguaje. Pero ellos ni alcanzan propiamente la región de la marca esencial inicial del lenguaje ni son capaces en absoluto de determinar esta región en sus rasgos fundamentales. El hecho de que, de un modo inadvertido y muy pronto, como si no hubiera ocurrido nada, decir prevalezca como legen (poner) y, en consecuencia, hablar aparezca como legein, ha dado como fruto una extraña consecuencia. El pensar humano ni se asombró nunca de este acaecimiento ni advirtió aquí un misterio que oculta un envío esencial del ser al hombre, un misterio que tal vez reserva este envío para aquel momento del sino en el que la conmoción del hombre no sólo alcance la situación de éste y a su estado sino que haga tambalear la esencia misma del hombre.
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¿qué es el oír? … Si nuestro oír fuera ante todo una captación y transmisión de sonidos, y no fuera más que esto, un proceso al que luego se asociaran otros, entonces lo que ocurriría sería que lo sonoro entraría por un oído y saldría por el otro. Esto es lo que de hecho ocurre cuando no nos concentramos a escuchar lo que se nos dice. Pero lo que se nos dice es lo que está-delante que, reunido, ha sido extendido delante. El oír es propiamente este concentrarse que se recoge para la interpelación y la exhortación. El oír es en primer lugar la escucha concentrada. En lo escuchable esencia el oído. Oímos cuando somos todo oídos. Pero la palabra «oído» no designa el aparato sensorial auditivo. Los oídos, tal como los conocen la Anatomía y la Fisiología, en tanto que instrumentos sensoriales, no dan lugar nunca a un oír, ni siquiera cuando entendemos éste únicamente como un percibir ruidos, sonidos, notas. Un percibir tal no se deja ni constatar por medio de la Anatomía, ni comprobar por medio de la Fisiología, ni en modo alguno aprehender por medio de la Biología como un proceso que se desarrolla en el seno del organismo, si bien el percibir sólo vive siendo corporal. De este modo, mientras al considerar el escuchar, tal como hacen las ciencias, partamos de lo acústico, estamos poniéndolo todo cabeza abajo. Pensamos equivocadamente que el activar los instrumentos corporales del oído es propiamente el oír. Y que, en cambio, el escuchar en el sentido de la escucha y de la atención obediente no es más que una transposición de aquel auténtico escuchar al plano de lo espiritual. En el terreno de la investigación científica se pueden constatar muchas cosas útiles. Se puede mostrar que oscilaciones periódicas de la presión del aire que tengan una determinada frecuencia se sienten como notas. Desde este tipo de constataciones sobre el oído se puede organizar una investigación que en última instancia sólo dominan los especialistas en Psicología Sensorial.
En cambio, sobre lo que es propiamente el escuchar tal vez sólo se pueda decir poco que realmente concierna a cada hombre de un modo inmediato. Aquí lo que hay que hacer no es investigar sino, reflexionando, prestar atención a lo simple. De este modo, a lo que es propiamente el oír pertenece justamente esto: que el hombre puede equivocarse al oír, desoyendo lo esencial. Si los oídos no pertenecen de un modo inmediato al auténtico escuchar en el sentido de la escucha (atenta), entonces la cuestión del escuchar y de los oídos es algo muy peculiar. No oímos porque tenemos oídos. Tenemos oídos y, desde el punto de vista corporal, podemos estar equipados de oídos porque oímos. Los mortales oyen el trueno del cielo, el susurro del bosque, el fluir de la fuente, los sonidos de las cuerdas de un instrumento, el matraqueo de los motores, el ruido de la ciudad, sólo y únicamente en la medida en que, de un modo u otro, pertenecen o no pertenecen a todo esto. Somos todo oídos cuando nuestra concentración se traslada totalmente a la escucha y ha olvidado del todo los oídos y el mero acoso de los sonidos. Mientras oigamos sólo el sonido de las palabras como la expresión de uno que está hablando, estamos muy lejos aún de escuchar. De este modo tampoco llegaremos nunca a haber oído algo propiamente. Pero entonces, ¿cuándo ocurre esto? Hemos oído cuando pertenecemos a lo que nos han dicho
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Desde los comienzos del pensar occidental, el ser de los entes se despliega como lo único digno de ser pensado. Si esta constatación histórica la pensamos en el sentido de la historia acontecida, se verá primeramente dónde descansan los comienzos del pensar occidental: el hecho de que en la época griega el ser del ente se haya convertido en lo digno de ser pensado es el comienzo de Occidente, es la fuente oculta de su sino. Si este comienzo no guardara lo sido, es decir, la coligación de lo que todavía mora y perdura, ahora no prevalecería el ser del ente desde la esencia de la técnica de la época moderna. Por esta esencia, hoy en día todo el globo terráqueo es transformado y conformado en vistas al ser experienciado por Occidente, el ser representado en la forma de verdad de la Metafísica europea y de la ciencia.
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¡Qué habría acaecido propiamente si Heráclito -y después de él los griegos- hubieran pensado propiamente la esencia del lenguaje como Logos, como la posada que recoge y liga! Hubiera acaecido nada menos que esto: los griegos hubieran pensado la esencia del lenguaje desde la esencia del ser. es más la hubieran pensado incluso como éste. Porque ò Logos es el nombre para el ser del ente. Pero todo esto no acaeció. En ninguna parte encontramos huellas de que los griegos hayan pensado la esencia del lenguaje de un modo inmediato desde la esencia del ser. En lugar de esto, el lenguaje -y además los griegos fueron en ésto los primeros-, a partir de la emisión sonora, fue representado como phoné, como sonido y voz, desde el punto de vista fonético. La palabra griega que corresponde a nuestra palabra «lengua» se llama glóssa, la lengua (órgano de la boca). El lenguaje es phoné semantiké, la emisión sonora que designa algo. Esto quiere decir: el lenguaje, desde el principio, alcanza el carácter fundamental que caracterizamos luego con el nombre de «expresión». Esta representación del lenguaje, que si bien es correcta, torna a éste desde fuera, a partir de este momento no ha dejado nunca de ser la decisiva (la que da la medida). Lo es aún hoy. El lenguaje vale como expresión y viceversa. Gustamos de representarnos toda forma de expresión como una forma de lenguaje. La historia del arte habla del lenguaje de las formas. Sin embargo, una vez, en los comienzos del pensar occidental, la esencia del lenguaje destelló a la luz del ser. Una vez, cuando Heráclito pensó el Logos como palabra directriz para, en esta palabra, pensar el ser del ente. Pero el rayo se apagó repentinamente. Nadie cogió la luz que él lanzó ni la cercanía de aquello que él iluminó.
Sólo veremos este rayo si nos emplazamos en la tempestad del ser. Pero hoy en día todo habla en favor de que el único esfuerzo del hombre es ahuyentar esta tempestad. Se hace todo lo posible para disparar contra las nubes con el fin de tener calma ante la tempestad. Pero esta calma no es ninguna calma. Es sólo una anestesia; una anestesia contra el miedo al pensar.
Porque el pensar, ciertamente, es algo muy especial. La palabra de los pensadores no tiene autoridad. La palabra de los pensadores no conoce autores en el sentido de los escritores. La palabra del pensar es pobre en imágenes y no tiene atractivo. La palabra del pensar descansa en una actitud que le quita embriaguez y brillo a lo que dice. Sin embargo, el pensar cambia el mundo. Lo cambia llevándolo a la profundidad de pozo, cada vez más oscura, de un enigma, una profundidad que cuanto más oscura es, más alta claridad promete.
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